El principio de precaución viene a decir que “es mejor prevenir que curar”: los problemas ecológicos y sanitarios --sobre todo los problemas graves-- hay que preverlos de antemano e impedir que lleguen a producirse, ya que muchos de ellos pueden ser irreparables a posteriori. Tal y como aseveraban los expertos firmantes de la Declaración de Wingspread, (Wisconsin), enero de 1998,
“es necesario aplicar el principio de precaución: cuando una actividad amenace con daños para la salud humana o el medio ambiente, deben tomarse medidas precautorias aun cuando no haya sido científicamente determinada en su totalidad la posible relación de causa y efecto. En este contexto, a quien propone una actividad le corresponde la carga de la prueba, y no a la gente. El proceso de aplicación del principio de precaución debe ser transparente, democrático y con obligación de informar, y debe incluir a todas las partes potencialmente afectadas. También debe involucrar un examen de la gama completa de alternativas, incluyendo la no acción.”
Se ha señalado que el principio de precaución presupone y fomenta cinco “virtudes” específicas:
• Responsabilidad: al iniciar una actividad nueva, recae sobre el iniciador la carga de la prueba de demostrar que no hay vía alternativa más segura para lograr lo que ha de lograrse.
• Respeto: en condiciones de riesgo grave, se impone la actuación preventiva para evitar daños, incluso si no existe una certidumbre científica total de las relaciones causa-efecto.
• Prevención: existe el deber de ingeniar medios que eviten los daños potenciales, más que de buscar controlarlos y “gestionarlos” a posteriori.
• Obligación de saber e informar: existe el deber de comprender, investigar, informar y actuar sobre los potenciales impactos; no cabe escudarse en la ignorancia.
• Obligación de compartir el poder: democratización de la toma de decisiones en relación con la ciencia y la tecnología.
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